CRÓNICAS DE CORONA / Días 76 a 79 en aislamiento: Cierre de ciclos…

Desperté apenas cinco minutos antes de las ocho de la mañana de este miércoles 3 de junio de 2020. Mirando el pequeño reloj rojo que reposa en el librero que está frente a mi cama, un pequeño escalofrío recorrió mi columna. En cinco minutos debo llegar a mi trabajo. Claro, este es un eufemismo, porque aún seguiré en teletrabajo una temporada más, pero tengo el tiempo justo para encender la computadora, entrar al sistema de gestión laboral y timbrar. Lo logré con las justas y aparezco como hora de ingreso a las 08:00:56.
Respiro con tranquilidad y mientras me visto y levanto la improvisada oficina que tengo en mi habitación, recuerdo que ese día era el primero en que los habitantes de Quito iban a experimentar una flexibilización en cuanto a sus actividades. Luego de 78 días desde que empezó la cuarentena, el estado de excepción y los toques de queda, era el primer día en que los sobrevivientes laborales (aquellos que aún tienen empleo) podían retornar a sus oficinas, varios negocios abrirían con expectativas sus puertas y el transporte público comenzaría de nuevo a circular con restricciones en cuanto a la cantidad de pasajeros.
Por ello me dirigí hacia la ventana y pude evidenciar cómo el parqueadero del conjunto habitacional que permaneció copado por poco más de once semanas ahora lucía semivacío, apenas unos cinco o seis vehículos se mantenían fieles a su terruño de pernoctación. No cabía la menor duda, debía prepararme para retornar al mundo, pero tengo algo de temor… Sin embargo, nunca imaginé que sería mi esposa quien daría primero ese salto y uno muy grande e inesperado.
Día dos en amarillo: Las frutas no saben igual luego de la cuarentena
En estos días, mientras realizaba un trámite me topé con un muro histórico y legal. Resulta que en 1994, un homónimo mío había sido aprehendido en Ambato y recibido una sentencia por posesión de marihuana. En otras palabras, un Carlos Villacís mancilló el honor de mi nombre y ahora solo tenía un camino para avanzar en el trámite urgente que venía desarrollando con relativo éxito en estos días de encierro anticovid-19: que el juzgado guaytambo reconozca que el señor Villacís sentenciado no es el mismo que el que escribe estas líneas y tiene que solucionar un tema urgente. Como en Ecuador es impensable pensar que este tipo de asuntos judiciales tengan una solución en línea, era necesaria realizar el viaje hasta la ciudad de los Tres Juanes.
La ventaja de tener una abogada en casa y que esta sea mi esposa, es que ella explora con rapidez las posibles opciones y busca cómo llevarlas a la práctica, pero tras extensos asesoramientos con sus chats de compañeros de profesión, todos llegaron a la conclusión de que dado que el juicio contra mi homónimo no estaba digitalizado, solo restaba ir personalmente a dejar el escrito en el que pido que se emita el ansiado certificado y que este sea remitido hasta Quito para limpiar mi vida de cualquier sospecha delictiva. Sin embargo, como no había que perder tiempo y ante la imposibilidad de tomar contacto con el juzgado en Ambato, Alex se ofreció a ser la portadora del documento. Tenía un argumento fuerte para ser ella la elegida: qué tal si allá alegaban la necesidad de generar otro documento, entonces ella podía firmar como mi abogada y como mi vida. Yo, en cambio, solo podría fruncir el ceño y salir de regreso a Quito.
Es así como a las cinco de la mañana de este 4 de junio, se embarcó en el carro de don Tomás, recomendado por una amiga abogada de mi esposa, y salió rumbo a Ambato. Se marchó completamente equipada: la infaltable mascarilla azul, unas gafas, una gorra, una chompa, ropa cómoda y su cartera en la que entra de todo, hasta la carpeta con los papeles a entregar en el juzgado y una billetera que incluía mi cédula de identidad y mi papeleta de votación. Dos horas y media después estaba ya en el juzgado. Entró y luego de la respectiva ritualidad de desinfección del calzado y toma de temperatura, se topó con una nueva dinámica en este el primer día en que las oficinas judiciales abrían desde el 16 de marzo pasado, cuando empezó la cuarentena.
Hizo la fila con la distancia entre personas recomendada para llegar hasta unos teléfonos tipo portero eléctrico desde los cuales conversaba con alguien de rostro escondido. Si el trámite solicitado lo requería aparecía la voz transformada en persona para recibir los papeles, caso contrario, debía dejarlos en una especia de bandeja que alguien llevaba al oculto interior. En este caso, tuvo que salir una señorita, quien supo explicarle a mi esposa que el trámite demorará unos quince o veinte días, porque la paradoja es que los documentos físicos del juicio de mi homónimo están en Quito, pero como el certificado debe salir de allá, deben mandarlos a traer.
Asunto terminado en el tema del juicio, pero como don Tomás le había dicho que podría pasarle viendo para el retorno recién a las doce, que es la hora en que una segunda pasajera saldría hacia la capital, no tuvo más remedio que enfrentarse sola ante el nuevo mundo que se abría antes sus ojos: desconocido, virulento, peligroso y posiblemente hostil de una ciudad que al igual que Quito, ya está en semáforo amarillo. Pese a ello, todo era allí como antes de la cuarentena, con tanta gente en la calle y con tanto comerciante como en una Fiesta de las Flores y Las Frutas.
Tenía poco más de un par de horas libre antes del retorno, algo que en otros tiempos hubiera significado la oportunidad de salir a distraerse, caminar sin prisa ni sentido o capaz que reprogramar su salida para desplazarse a Quisapincha a comprar productos de cuero, o a Pelileo a cazar jeans o zapatos, o simplemente irse a dar una vuelta por la Quinta de Juan León Mera o a comer unas empanadas y colada morada en Atocha. Pero en esta ocasión, todo era distinto, el miedo al coronavirus estaba ya insertado en su memoria, que lo que menos quería era contacto con gente y con objetos. “Por qué no inventan aún la teletransportación”, se preguntó a sí misma, recibiendo un silencio ensordecedor como respuesta.
Ni modo, algo tenía que hacer y supo qué era en cuanto escuchó un retorcijón en su barriga. Debía desayunar, así que se dirigió al Mercado Central a comerse un plato Ambateño (chorizo, tortilla de papa, huevo frito, lechuga, remolacha y aguacate), pero luego de pasar un enorme arco de desinfección se encontró con que había pocos locales de comida  disponibles y, en consecuencia, uno que otro comensal. Inmediatamente le sobrevino un desánimo y quiso salir de allí. Ya en la calle nuevamente entró a un ciber café donde compró unas galletas y agua, y más allá, en una tienda naturista, arándanos con nueces.
El problema era dónde comer cuando sentía la adrenalina, necesitaba aquietarse, así que se dirigió hacia el parque Cevallos, donde pudo sentarse compartiendo la extensa banca solo con una persona. Solo pudo comer la línea vegetariana de su refrigerio porque para ser considerado desayuno le faltaba un montón. Las galletas ni siquiera las abrió, pues sintió un poco de asco, no por el producto como tal, sino por la posibilidad de que el empaque se haya contaminado de covid-19. Es posible que todo esté solo en su cabeza, pero el temor fue más fuerte.
Parque Cevallos, en la ciudad de Ambato. 4 de junio de 2020. Foto: Alexandra Benalcázar.
Allí pasó un buen tiempo, tomando la tradicional foto de la palabra que nombra la ciudad y tratando de entender este nuevo ritmo, que aún le parece lejano. Hizo una gestión más en un banco, respetando la distancia obligada y sin salir de su círculo sino solo cuando tenía que avanzar al siguiente. En el camino pasó por la Fiscalía y se encontró con un montón de abogados, todos enternados y con maletas, pero con mascarillas dispares. Finalmente, compró el producto de moda en los comercios propiedad de la comunidad china en el país: frascos con spray, útiles para colocar alcohol antiséptico en tiempos de covid-19.
Al fin, llegó el vehículo con la otra pasajera y empezó el retorno a Quito, a donde llegó a eso de las tres de la tarde, aproximadamente. La aventura había terminado, claro, luego de cancelar los 50 dólares del viaje (eso dolió). Ese era el momento de volver a la seguridad de la casa, esperando que el mundo vuelva a ser tan solo digital.
Nuevo semáforo… nueva imagen
Para rematar esta setentena, en estos días el mundo de las redes digitales se ha visto sorprendido con el juego de generar una imagen personal en dibujo y proyectarla ante los cibernautas. Lo vi recién este jueves a eso de las dos de la tarde, en el perfil de Facebook de una amiga. Me pareció bonito el avatar e invitaba a unirme a esta juego. Como es mi costumbre, no acepté de inmediato, por temor a verme seducido por la magia de los juegos virtuales.

Captura del avatar de Facebook en su versión inicial.
Pero cuando vi que poco a poco lo iban adoptando más y más amigas y amigos, algunos de ellos tan ‘progres’ como yo, me animé. El resultado me pareció cómico, porque la imagen que adopté fue inconsciente, y me olvidé que estoy por cumplir un año desde la última vez que me afeité a ras, así que ando con mostacho y uso lentes. Y nada de eso se veía en el primer avatar. Me pareció gracioso cuando amigos como Eduardo y Consuelo me cuestionaban por la ausencia de esta imagen que me ha ido acompañando por relativamente poco tiempo, pues la mayor parte de mi vida nunca dejé pasar un pelo extra o largo en mi cara. En cambio ahora…


Captura de mi avatar en su versión actualizada, más acorde con mi imagen actual.
No sé si sea una estrategia marquetinera de Facebook para ingresar en esta nueva época del semáforo en amarillo, pero me parece divertida y así empieza una nueva etapa de lento retorno a esa normalidad que desde ya me deprime, pues este Ecuador parece condenado a caer presa del colonialismo mental que padecen ciertas élites dominantes. Pese a ello, semáforo amarillo, allá voy…
Cierre de un ciclo: hasta pronto Crónicas de Corona
La cuarentena terminó y su cierre tomó más tiempo del que se pensaba. En este tiempo el proyecto periodístico al que autoritariamente denomine Crónicas de Corona, debido a la pandemia, fue tomando forma y se convirtió en una responsabilidad personal para dejar registrado, de alguna manera, lo que aconteció en este lapso de encierro obligado desde mi óptica y mis vivencias personales y familiares.
Sin embargo, es momento de ampliar la perspectiva y salir paulatinamente a registrar esa cotidianidad completamente inédita que se abre en estos días y plasmarla en textos y en relatos. Por ello, Crónicas de Corona llega a su fin. No tengo idea de si es un adiós o una hasta luego, todo dependerá de cómo camine el mundo, este país y esta ciudad a la que amo tanto, mi Quito, nuestro Quito. Pero por ahora, es el momento de dejar de teclear la computadora bajo ese nombre que ha permitido que un humilde blog como Kitósfera haya recuperado su vitalidad.
Sin duda hay muchos temas aún que se han quedado en proyectos e ideas y que ya encontrarán el camino para manifestarse y hacerse oír o leer por ustedes. Siento gratitud hacia quienes me acompañaron durante estos 32 reportes periodísticos, que me alentaron a seguir escribiendo o que se animaron a comentar sobre el tema planteado. Gratitud total.
Tengo esperanza de que el mundo empiece a recuperar movimiento, pero con una dinámica distinta: sin guerras, sin pobreza, sin violencia, sin discriminación de ningún tipo. Es lamentable escuchar cómo mientras estoy cerrando este ciclo aún se mata por razones étnicas o raciales, aún se destruye por envidia o por sed de poder, aún se menosprecia la vida para dar preferencia al poder del capital.
Pero pese a ello, si algo aprendí en este tiempo de encierro es que hay cosas realmente importantes y están más cerca de lo que uno quiere ver: en nuestra familia, en nuestros amigos, en nuestros vecinos, que el dinero es solo un artefacto cultural que ojalá algún día sea solo una pieza de museo, que es mejor comer juntos, que se puede construir sueños y proyectos de maneras distintas a las oficiales, que podemos volver a ser humanos, que es posible volver siempre, que es posible volver a ser nosotros.
Sinceramente, también confío en que las razones que nos llevaron al encierro y al aislamiento no se repitan, y eso quiero decir que pese a que me duela, espero no tener que reabrir nuevamente este espacio de crónicas periodísticas y personales. Es cuestión de fe, al final de todo. No puedo negar que comienzo ya a sentir nostalgia, pero este es solo un ciclo que se cierra, nada más, debemos evolucionar y revolucionar. Esté atento, ya empieza una nueva etapa.
Esto fue Crónicas de Corona. Hasta siempre.


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