CRÓNICA DE CORONA / Días 64 a 67 en aislamiento: De camino al colegio en cuarentena…



Poco a poco la necesidad hace que desafiemos nuestros límites. En el caso de quienes han pasado ya los dos meses de encierro, estas fronteras tienen que ver con la posibilidad de ir más allá de las paredes de su propia casa.
En fin, este es el caso de mi hija menor, Carlita, quien salió de clases a la una de la tarde del jueves 12 de marzo de 2020, se despidió de sus amigas Sasha, Noe y Valeria y se subió al bus de recorrido sin saber que tal vez no vuelva a encontrarse con ellas sino hasta el inicio del nuevo ciclo escolar, esto es, en septiembre. Creían que en pocos días regresarían. “Nos vemos la próxima semana”, se dijeron, pero desde entonces han pasado 72 días y ella no volvió a pisar ni el cemento ni la hierba. Si algún momento rompió el cerco fue para subir a los secaderos del edificio a colgar la ropa lavada y pegarse unos minutos de relajación al aire libre, recibiendo el sol o el viento que se nos ha negado a la mayoría por efecto de la pandemia del covid-19.
Durante este lapso, los confines del universo de Carlita fueron aquellos que su ojo puede divisar a través de la ventana: una calle, un parqueadero y un gran árbol donde posiblemente vive un búho, al este; un gran parque y las canchas de básquet donde solía jugar, al sur; la puerta de la casa y cuando la abre la de la vecina que vive sola, al oeste; el pequeño jardín y el bloque de al lado, al norte. Recordé la historia de Timón, el suricato que hizo pareja con el jabalí Pumba en la película y serie de Disney del Rey León, cuando su madre le hace contemplar que todo lo que podía observar hacia la lontananza… no era suyo sino de todos los demás.
Pero este enclaustramiento en su vida experimentó una ruptura este 21 de mayo, cuando se le impuso el deber de ir al colegio a rescatar sus libros y cuadernos, los que dejó en la entonces rutina el último día a.c. (antes de cuarentena). Unos días antes en el chat de padres circuló un comunicado de la institución educativa en la que solicitaba a los padres y/o madres de familia acudir junto a sus representadas a sacar todo lo que tenían guardado en su cancel, toda vez que el año lectivo se terminará en junio y en línea. Teníamos entre las 07:00 y las doce del día para ir, eso sí, observando todas las medidas de seguridad: mascarilla, distancia social y cero aglomeraciones.
Foto: captura del comunicado enviado por el colegio al chat de padres de familia.
Eran ya como las nueve de la mañana y apenas cruzamos la puerta del edificio en dirección al parque infantil que debemos atravesar antes de llegar a la vía principal del barrio, Carlita ya hizo caer en cuenta que se sentía extraña, con una mezcla de miedo y de expectación. La etapa de diez semanas sin salir de casa la hicieron sentir como el viajero que regresa de un país con otro horario y al que su cuerpo se acostumbró.

Mientras pasábamos por el parque entramos en otra crisis y me planteó un desafío existencial: el amor no conoce de distanciamientos por cuarentena ni de aislamientos por pandemia. Nuestras vidas en común, desde siempre, han estado destinadas a estar juntas. Así fue desde el momento en que salió de la sala de partos en los brazos de la enfermera y acudí presuroso hasta ella para darle la bienvenida. Fueron tan solo unos segundos pero la conexión fue mágicamente instantánea. Sus hermosos ojos cafés claros se cruzaron con los míos, nos miramos con el detenimiento del cosmos contemplando con entusiasmo el primigenio bing bang, nos pertenecimos, nos juntamos, nos volvimos cómplices y, sin palabras aún, nos comprometimos a ser por siempre… a ser como uno. Por eso, mientras crecía ella siempre era parte de mis brazos y cuando ya pudo caminar nuestras manos nunca necesitaban un pretexto para entrelazarse. Y así fue hasta antes de la pandemia.
Ese día, mientras pasábamos al lado de los columpios y resbaladeras otrora llenas de niños cargados de risas y sueños, el debate era otro. De forma automática, como siempre, nuestras manos se juntaron, pero a los pocos pasos, mi mente de adulto ganó la partida, pensé en qué dirán los temerosos ciudadanos al ver las manos de dos personas distintas juntas y las separé. No tenía argumentación mayor, pero Carlita entendió. Fue la primera vez tras 5.279 días desde que Carlita llegó a este planeta en que nuestras manos no se juntaron. Dolió y se mentí raro. No pude evitar pensar en la fuerza de la censura, aquella en la que el amor y las muestras de afecto siempre serán vistos como una amenaza mayor que un fusil o que una reacción violenta.
Al fin llegamos a la calle, donde decenas de personas parecían esperarnos, pero ningún taxi disponible. Todos con su moda coronaviresca, donde no importa vestir con cualquier tipo de ropa porque la atención de todos estará en las mascarillas, en las gafas y en los guantes. Extraños tiempos estos en los que las pasarelas sanitarias han desplazado a los desfiles rimbombantes y exóticos. Aunque, pensándolo bien, ¿qué más exótico que ir de chancletas con medias de color, pantalonetas a rayas, camisetas incluso rotas y gorras verdes? Al parecer hemos llegado al momento de la evolución humana en la que el mayor y escandaloso desnudo es un rostro descubierto y sonriente.
Esto me recordó cómo días atrás, cuando rompí el cerco y salí a realizar unas gestiones en el banco (Ver crónica de corona: https://kitosfera.blogspot.com/2020/05/cronicas-de-corona-dias-55-58-en.html), mientras mi hijo Nicolás y yo bajábamos apurados a la caza de un taxi por la avenida Colón, pasó juntó a nosotros una señorita engalanada con su máscara, una chaquetilla, un jean, un par de botas y… una maravillosa pupera. ¡Vi el ombligo de una mujer! Tuvieron que pasar más de dos meses para ver como una deliciosa cintura sobresale ante los ojos del mundo centralizando toda la atención en su forma curvilínea y el seductor ombligo, símbolo de la cantidad de personas que se han entregado mutuamente a lo largo de la historia de la humanidad con el fin sagrado de mantener la especie. Era un pupo y aunque solo pude verlo durante unos pocos segundos no resistí retornar a las viejas prácticas pre-pandemia: conforme nos cruzamos en sentidos contrarios debí girar mi cabeza de manera disimulada. Entonces pensé en la locura en la que viven las sociedades cerradas donde una pantorrilla femenina, un ombligo liberado, un hombro brilloso o una espalda transparentada pueden quitar el sueño o provocar suspiros multiplicados al infinito.
En fin, entre pensamientos llenos de nostalgias hallamos un taxi equipado convenientemente con la barrera que separa pasajeros de conductor. Cinco minutos después llegamos al colegio desierto y allí pude comprobar que nuestra sociedad no está lista aún para dar el salto hacia un mejor futuro. Seguimos pensando con viejos esquemas y recurriendo a antiguos comportamientos. El diálogo que me llevó a esta reflexión lo realicé con una de las tres personas que estaban parapetadas en la oficina de guardianía de dos metros por dos metros, irrespetando el famoso distanciamiento social.  Fue el siguiente:
-          Buenos días señor.
-          Buenos días, ¿en qué le puedo ayudar?
-          Vengo con mi hija a retirar los útiles, como indicaron.
-          Claro que sí, facilíteme la credencial de su hija.
Volví la mirada a mi hija con la seguridad del orgulloso padre que sabe que todo está bajo control. Pero esa certeza se evaporó en pocos segundos, cuando leí la mirada de mi amada Carlita y vi la expresión de su rostro, bien parecida a la que pone un estudiante cuando no le avisaron que debe rendir una prueba y que de eso depende el año. Las palabras que pronunció lo confirmaron: no trajo el carné. Recordé que mientras me miraba al espejo, en esa mañana, tratando de domar los cabellos cada vez más largos, pasó por mi cabeza indicarle a Carlita que no olvide llevar el documento. Más tarde, al regresar a casa y mientras comentaba lo acontecido a mi esposa, ella me indicó con la paciencia de la madre dueña de una poderosa chancleta que sí le indicó a nuestra niña de esta necesidad. Sus ojos se quedaron quietos y el tiempo comenzó a transcurrir más lento.
Ante esa evidencia, no quedó más remedio que cambiar de estrategia y el señor de guardia solo dio el empujón para esta reacción bien quiteña:
-          Disculpe señor, mi hija se ha olvidado su credencial… ya sabe como son las niñas…
-          No señor, lo siento, pero no puede pasar.
-          Pero, pero, pero… cómo me dice eso. Vea amigo, estoy dejando de teletrabajar para estar aquí con mi hija, es difícil venir con los pocos taxis disponibles… ¿y usted me dice que no puede entrar a ver sus útiles? Le dejo mi cédula…
-          No señor, lo siento…
La tensión escaló y en cuestión de pocos segundos las salvas se convirtieron en cañonazos. Decidí pasar a la ofensiva:
-          No puede ser que ustedes solo puedan decir que no. Vea señor, son tiempos distintos, en vez de facilitar las cosas ustedes las complican más.
-          No señor, solo cumplimos procedimientos. La culpa es de su hija…
-          ¡Cómo! No me venga a esconderse tras el olvido de mi hija para justificar su incapacidad de dar soluciones… Además, además mi hija no va a robar nada…
La disputa tomaba visos de crecer exponencialmente cual pandemia en ascenso hasta que tuvo que intervenir un tercero, el señor que siempre está en la puerta del colegio cada mañana dando la bienvenida a las estudiantes. Hasta ese momento mantuvo un perfil bajo, como mero espectador de la confrontación, pero ante un posible desenfreno violento intervino dirigiéndose a su compañero:
-          Tranquilo, lo conozco. Déjale que pase, que deje su cédula y listo…
La sabiduría de esa frase popular que dice “donde manda capitán, no manda marinero” hizo sentir su peso histórico. En menos de un segundo todo se tranquilizó, el señor confrontado se tragó su rabia y yo la mía, aún avergonzado porque no reacciono así casi nunca. De reojo vi que una señora esperaba con su hija de entre siete u ocho años su turno para ingresar. No quiero imaginar lo que pasó por su mente, seguro que me ubicó en la clase de los trogloditas, la misma que siempre pone gobernantes nepotistas y retrógados.
No tuve tiempo para más. Le dicté a mi contrincante los datos académicos de mi hija (nombre y curso), la acompañé a la puerta y sentí el desprecio del árbitro que ha hecho sentir su poder, a lo juez Collantes (1), cuando me dijo con seriedad: “solo su hija, por favor”.
Me hice a un lado mientras vi a Carlita pasar por el dispositivo sanitario desplegado con el ya conocido rociamiento de desinfectante y el pasar por los rodapiés cargados de cloro. En unos cinco o siete minutos después regresó mi hija cargada la mochila con los cinco libros y dos cuadernos de tamaño universitario que dejó abandonados en la escuela ese 12 de marzo. “El colegio se ve tan silencioso y solo”, me contó al momento de reiniciar nuestro regreso a casa. Pronto, en pocos minutos, este paseo debía concluir.
Había que realizar una escala antes, pues tenía que concretar una gestión financiera que la infraestructura tecnológica no me dejó hacer. Frente al colegio estaba la agencia bancaria del Banco de Guayaquil, el mismo del magnate devenido en politiquero y que insiste en querer destruir más este país, como si no fuera suficiente lo que ya ha hecho al gobernar en la sombra y desempeñar el papel de diablito en la oreja del Primer Mandatario. Ni él lo hubiera hecho tan bien.
Respiro otro poco, caminamos hacia el banco, nos ponemos sobre los dibujos colocados en el piso y que señalan donde uno debe ubicarse en la fila manteniendo el distanciamiento con el de adelante y el de atrás. Por suerte no hubo mucha gente. Había dos filas: la de la izquierda de la puerta de ingreso, con unas diez personas en hilera y que era para hablar con sus oficiales de crédito; la otra, la de la derecha, tenía tan solo dos personas y yo era la segunda. Era para las ventanillas. Por ello, en máximo cinco minutos estuve libre.
Unos 15 o 20 minutos estuvimos ya en casa, el tiempo que demoró encontrar otro taxi. Vino el proceso de desinfección obligado al entrar en el hogar y concluyó la primera aventura del día. Luego vinieron otras, pero esas serán parte de otra crónica de corona. La palabra de este día es remembranza.
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(1)     La jueza de apellido Collantes, más conocidas como Lady Jueza, fue famosa hace pocos años, cuando provocó un escándalo al intentar ser detenida por policías. Ella, en estado de embriaguez casi absoluta, y en un intento de derribar moralmente a sus custodios expresó una frase que se hizo famosa: “¿quieres probar mi poder, quieres probar mi poder?”. Aquí el enlace a este video: https://www.youtube.com/watch?v=fJnLbdVvxDk



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