CRÓNICAS DE CORONA / Días 55 a 58 en aislamiento: Rompiendo el cerco…
En
el taxi de don Edwin. Foto: Nicolás
Villacís.
Cuando crucé la
puerta hacia el mundo exterior sentí que abandonaba ya con nostalgia la matriz que me había
cobijado en los últimos 56 días. Esta vez no iba a dar el grito obligatorio
para que mis pulmones se acostumbren al aire exterior, tal vez porque la
mascarilla que me ha acompañado desde el 16 de marzo me lo impedía. No, no iba
a gritar, pero sí tenía un cierto nivel de ansiedad difícil de explicar. Hasta
ese lunes había realizado ya una docena de misiones de aprovisionamiento en
sitios cercanos a mi casa. Lo más lejos que había llegado en un par de
ocasiones fue el supermercado Tía que se encuentra a diez cuadras de distancia,
en el límite sur de mi barrio.
Pero ahora era
distinto. Esta vez, mi objetivo estaba más allá de los confines conocidos
durante la cuarentena a punto de convertirse en sesentena. Nadie en mi familia había llegado tan lejos, ni en
sueños ni en proyectos, porque el miedo que este encierro ha provocado generó
en ellos el aniquilamiento de toda intención de escapar hacia esos ahora
extraños cielos que se divisan a lo lejos desde la terraza del edificio de seis
pisos donde vivo. ¿Qué había más allá? ¿Serán verdaderas esas historias que
habían llegado hasta nuestros ojos y oídos? Cuentan unos que el envenenado
bicho del covid-19 ataca sin previo aviso y de golpe la gente se desploma sin
vida en plena vereda. Otros cuentan relatos de cómo los delincuentes pululan
con mascarillas y guantes -como cualquier humano del siglo 21- en las afueras
de bancos y cuanto local comercial haya osado abrir, con el único fin de vaciar
los bolsillos de los también enmascarados y timoratos clientes. No falta el
conspirativo que inocula más temor en la mente de las personas diciendo que hay
tanta gente en las calles que es casi imposible no contagiarse del coronavirus.
Hablan los cuentistas y los narradores, los cronistas y los contadores de
historias, los medios y las redes…
Sea como sea, un
asunto pendiente con la banca privada de este país me obligó a romper el cerco
al que de una u otra forma me he visto obligado a mantener durante estos casi
dos meses de aislamiento. Tenía que vencer los temores y me dije a mí mismo: “solo
hay una forma de comprobar la verdad de esas historias… saliendo”. Además, ¿qué
tal si soy parte de una trama en la que nos convencieron del apocalipsis que
hay fuera de nuestro entorno para mantenernos controlados y censados? ¿Y si no
existe el coronavirus?
Mejor sacudí mi
cabeza, seguí respirando a través de mi mascarilla y continué mi camino hacia
la calle, aún dentro de los límites conocidos hasta entonces. No iba solo, pues
me acompañó mi hijo Nicolás, quien era parte interesada en que se solucione el
tema bancario que motivó mi abrupta salida del domo hogareño. Juntos caminamos
sabiendo que si el uno cae, el otro está ahí para sostenerlo y defender al
herido, como Han Solo lo hizo con Luke Skywalker en el frío planeta de Hoth,
cuando debió abrir el cuerpo de su recién muerto tauntaun (1) para sacarle sus morados, apestosos y calientes intestinos, y así
evitar que la hipotermia deje a la saga de Star Wars sin su protagonista.
Debía dirigirme hacia
el Banco del Austro ubicado junto a la Plataforma Financiera, con el fin de
actualizar mis datos y así tener la vía libre para ingresar a la red digital de
la entidad con el fin de obtener el estado de cuenta digitalizado de mi tarjeta
de crédito, la que no uso desde hace casi tres años, cuando el desempleo
temporal me obligó a echar mano de todos los recursos disponibles allí y
endeudarme para sobrevivir. Aún sigo pagando esa deuda, aunque estoy en la recta
final de este tortuoso camino. Punto aparte, es increíble que un banco no tenga
la capacidad de solucionar este detalle por vía telefónica o digital. Sobre
esto volveré más adelante.
En fin, el único
camino para llegar hasta allí era a pie o en taxi. Debido a que debía
teletrabajar, no tenía todo el tiempo para ir caminando, así que no quedaba
otra opción. Miramos a la derecha y a la izquierda, pero no asomaba ningún
vehículo amarillo. Previamente habíamos invocado a Uber, pero sus unidades no
estaban disponibles sino sólo para entrega de encomiendas y encargos. Vino el
turno de Cabify, pero no hubo respuesta. Paciencia…
A los pocos minutos
empezó la aventura cuando un taxi amarillo se divisó a dos cuadras al oeste,
pero a unos diez pasos de nosotros de la nada aparecieron cuatro personas y
sacaron su brazo en señal de pedido del servicio. El taxista disminuyó la
velocidad pero no se detuvo, sino que continuó hasta donde nosotros, paró y nos
subimos. Era el primer taxi al que me subía en ocho semanas y en cuestión de un
minuto iba a entender por qué no recogió a los potenciales pasajeros que estaban
antes de nosotros.
Ingresé a la unidad de
Edwin Collaguazo, de la cooperativa San Fernando, y me encontré con la novedad
de que una pared de plástico transparente separaba los asientos de la parte de adelante
de los de atrás del vehículo. Conversando con don Edwin nos comentaba que solo
coge hasta dos pasajeros, siempre ubicados en los asientos posteriores, nunca
nadie adelante. Entonces, durante los diez minutos de travesía pude conocer que
el negocio del taxismo es uno de los pocos que sobreviven en esta época de
cuarentenas y aislamientos, pero que no lo ve fácil, para nada. En el caso del
señor Collaguazo, empieza sus jornadas por la mañana y trabaja hasta eso de las
diez de la noche, sobre todo con la entrega de encomiendas y mandados a
domicilio, más que con pasajeros. Cuenta con el salvoconducto exigido, porque
parte de su trabajo es transportar a médicos y trabajadores de la salud. Además,
como ya tiene su clientela, esta le llama al celular y suele contratar sus servicios
sin problema.
Montado
en un taxi avanzó hacia el borde exterior del barrio. Foto: Carlos Villacís Nolivos
Me llamó la atención
cómo involuntariamente Nicolás y yo adoptamos unas posturas de prevención en el
vehículo. Al menos yo me coloqué casi al filo del asiento, en la posición del
cuerpo que los psicólogos tildan como de expectativa por salir corriendo de
allí. De reojo vi una ciudad con ritmo de domingo, con una cantidad de carros
relativamente baja y con decenas de personas transitando con precaución,
mirando con cierta desconfianza al prójimo que pasa a su lado. Por su parte,
tuve la sensación de que Nicolás se encontraba un poco nervioso.
En fin, luego de una
amena conversación con don Edwin, colocar en sus manos enguantadas de azul los
2,70 dólares que marcó el taxímetro y recibir gel en las manos, me dispuse a
entrar al banco y cumplir con el cometido. El guardia no nos detuvo para nada,
no había nadie en la fila para las cajas y estaba solo una oficial de crédito. La
señorita, tras conocer mi caso, me remitió al chico de lentes que estaba en el
piso de arriba, quien a su vez, tras conocer la razón de mi presencia allí me dirigió
hacia una tercera persona, la misma que luego de cinco minutos de espera me trasladó
a una compañera suya. La última señorita me atendió a través de una ventanilla,
pero con ella ubicada a un escritorio de distancia y una impresora en el medio,
por lo que tuvimos que gritarnos un poco para escuchar nuestras voces liberadas
pese a las mutuas mascarillas que siempre atenúan las palabras.
Cinco minutos
después y tras firmar un papel donde estaban mis datos actualizados estaba
terminado el trámite. Me sorprendió y lo seguirá haciendo, el hecho de que no
sea posible solucionar este tema sino solo de forma presencial. Esto demuestra,
una vez más, que la ineficiencia no es un asunto del sector público, como
falsamente quieren hacernos creer ciertos intelectuales que echan la culpa de
las consecuencias económicas del covid-19 al tamaño del Estado. La ineficiencia
privada es letal. Solo pregunto: y si por esta salida para actualizar datos
hubiera pescado el coronavirus, ¿el banco hubiera asumido su responsabilidad
debido a un mal manejo de sus procesos? “La banca nunca pierde”, vino a mi
mente. Este lema está insertado en mi mente desde mis tiempos como ayudante de
cajero de bóveda… uno de mis pecados de juventud. Pero esta ineficiencia
aumentó con la segunda parte de mi historia.
Aprovechando que
estaba en el banco emisor de la tarjeta de crédito que me ha drenado recursos
en estos tres últimos años, quise probar un arreglo para facilitar mis pagos
pendientes y evitar entrar en mora otra vez. Al fin y al cabo, el 80% de la
deuda ya estaba cancelada, hice un pago importante en enero y aunque ya había
optado por un refinanciamiento hace unos 15 meses atrás, esperaba que me den la
mano una vez más. “Si tiene una deuda con una tarjeta, vaya y hable con el
banco y se sorprenderá de las posibilidades que se le ofrecen para darle un
respiro y mejorar su capacidad de pago”, escuché una vez a un consejero
cristiano que vincula la prédica de la fe con la administración de los recursos
en el hogar. Les aseguro que tenía fe en esto, pero olvidé que el corazón del
banquero siempre será duro e inflexible, porque lo único que le interesa es
recuperar un dinero que ni siquiera es suyo, sino de los depositantes e
inversores.
Al terminar el asunto
que motivó mi desplazamiento, le pregunté a la misma señorita si allí podría
ayudarme con el arreglo de mis cuotas de pago, aprovechando la publicidad
oficial que señala que en estos momentos de la ofensiva del coronavirus se
podía llegar a acuerdos financieros. “No señor, eso solo lo puede hacer en
la matriz del Banco”. De esta manera, la cadena de atención postergada agregaba
otra persona más: el teletrabajador me peloteó a la oficial de crédito, la
oficial me mandó donde el señor de lentes, el amigo de vista cuadruplicada –como
yo- me remitió a la señorita de atención, la dama destinada a atenderme eludió
su responsabilidad y me mandó a donde la señorita amable que con toda y su
amabilidad me sacó de la oficina para ir hacia otro edificio donde seguramente
la historia podría repetirse al igual que el círculo de atención.
Salí de la agencia no
sin experimentar molestia, pero como había llegado ya tan lejos debía ir a
arreglar de una vez mi problema y me justifiqué ante mi hijo, quien accedió con mucha
solidaridad en su rostro. Salimos de dicha oficina y la odisea de la búsqueda
de taxis se reinició. Cruzamos la calle, caminamos unas tres o cuatro cuadras
semivacías hasta el cruce de las avenida Naciones Unidas y Amazonas, bajo un
sol fuerte y con la expectativa de acabar pronto con este viaje para retornar a
la segura matriz hogareña. Notamos que la población de taxis versus la demanda de
su servicio era desproporcionada. Lo supimos cuando comparamos la cantidad de
personas paradas con sus manos extendidas en contraste con el número de
vehículos amarillos libres y en tránsito. El resultado fue que nos tomó quince
o 20 minutos conseguir uno y y eso que nos ubicamos en un cruce de avenidas donde, en un día
normal, existiría alta congestión vehicular.
Las
medidas de protección han innovado la presentación de los taxis en Quito. Foto: Carlos Villacís Nolivos.
Esta vez era un taxi
con seguridades redobladas. Su muro era de un plástico más duro que el de la
primera unidad, pero se encontraba con medidas adicionales, como la del frasco
de gel en su propio espacio o el pequeño compartimento ubicado en la mitad de
los dos asientos para colocar allí el dinero de pago y el vuelto. En casi un abrir y cerrar de ojos nos encontramos ya en la sede principal de la entidad financiera en Quito y tan
solo bastaron cinco minutos para que la señorita que me atendió haya ratificado que no
tenía opciones. Lanzó su sentencia: cuando se acabe el tiempo de gracia que en su bondad me han
otorgado debía retornar al camino de pagar y pagar. “El banco nunca
pierde”…
Entre oficinas del
mismo banco había pasado una hora, más o menos, y era poco lo que había hecho.
Me sentí estafado en el tiempo, indignado por el riesgo al que me expuse junto
a mi hijo y alterado por la ineficiencia de la banca privada, lo que no es
nuevo para una gran cantidad de ecuatorianos, como aquellos que fueron objeto
de cobros no financieros indebidos y no autorizados, escándalo conocido como
GEA y que estalló en 2018.
El Banco Central del
Ecuador, con cifras de diciembre de 2018 (las últimas disponibles), señala que en
el país hay 1.127.633 personas con tarjetas de crédito y el universo de
tarjetas de este tipo es de 1.461.319. En otras palabras, hay un grupo de
usuarios del sistema financiero que tiene por lo menos dos tarjetas de crédito
(2). Yo era uno de ellos, ahora tengo solo una y es la que me trajo a esta
historia.
Pero si hasta aquí
todo había sido ya denso para Nicolás y para mi, aún faltaba más. Eran las once
y media de la mañana y estaba a 15 o 20 minutos en carro de mi casa o una hora
a mi ritmo de a pie, considerando que las calles estaban semivacías y había
pocos taxis disponibles. Sin embargo el temor de que no encuentre uno y comenzó a preocupar que nos
vaya a sorprender el toque de queda de las dos de la tarde lejos de casa. Uno de los conductores me explicó que circulan según la
numeración de la placa, lo que explica la limitada cantidad de unidades y
también la razón por la que nos tocó cambiar por tres ocasiones de vereda
para esperar un carro. No éramos los únicos con este plan y eso solo alimentó
la preocupación, pues experimenté que me iba poseyendo poco a poco esa ansiedad del egoísta, esa que le pone a uno dispuesto a pelear e incluso entregar su propia vida -vaya paradoja- por asegurar un lugar en el bote antes de que el barco se
hunda.
El ambiente en
general también estaba enrarecido por la aún poco visible pero latente convulsión
social. A dos cuadras del banco, en la avenida Colón y Amazonas, en donde
decidimos instalar nuestra primera base de espera del rescate automovilístico,
estaba un grupo de unos 30 o 40 jóvenes que culminaban un plantón de protesta
por el recorte de cerca de 98 millones de dólares al presupuesto de las
universidades públicas, una decisión inconstitucional, porque la Carta Magna indica que ni en estados de estados de excepción como el vigente se pueden
topar los recursos de salud y educación. Quise detenerme a escucharlos, pero mi
cabeza estaba en sobrevivir un día más, considerando que Nicolás estaba
preocupado también por la seguridad y no quería que estemos en la calle.
Tuvimos que bajar las
cuatro o cinco cuadras que nos separan de la avenida Diez de Agosto y ni una
unidad pudimos encontrar. Los minutos pasaban y al llegar a la Colón y Diez de
Agosto teníamos aún esperanza. El telón de fondo de nuestro rastreo taxístico
estaba en los carteles colocados en la puerta del Instituto de Patrimonio y
algunos de sus trabajadores que protestaban por el cierre de la institución,
decretado por el Gobierno nacional el día anterior. Pero tampoco tuve tiempo ya
de acercarme a ellos para dimensionar la bronca, ya que tenía la responsabilidad
de devolver a mi hijo con vida a los brazos de su madre.
Elegimos caminar
hacia el sur, pero siempre que parábamos ya estaba alguien unos pasos delante
de nosotros sacando el brazo para detener un taxi. Esto nos obligaba a
disimular y caminar aún más hacia el centro para ver si les ganábamos, pero
nada. Cansados ya, a punto de perder la poca calma que nos quedaba, me animé a
intentar pedir un Cabify. Quise hacerlo antes, pero Nicolás me recriminaba y
pedía que guarde el teléfono celular por temor a un hurto, o peor aún, a un
robo. Ni modo, a problemas grandes soluciones drásticas, así que afuera de la
Caravana (3) de la Veintimilla y Diez de Agosto, mandé un SOS.
Pasaron cinco
minutos y nadie se ofrecía a acudir en nuestra ayuda. Nos tocó cambiar de
estrategia, no había tiempo que perder, ya que el sol meridiano que se posaba
sobre nuestras cabezas nos indicaba que cada vez estaba más cerca el toque de
queda. Me imaginé, por un momento, como parte de esas películas en la que los
protagonistas se quedan atrapados lejos de su casa y con la adrenalina de verse
capturados o fusilados por violentar el toque de queda. Me vi con Nicolás buscando refugio dentro de una de las paradas del trolebús, guardando silencio
absoluto y deteniendo la respiración ante el paso del convoy policial o
militar que hurga por cada calle cazando rebeldes.
La otra estrategia
era sencilla: vamos caminando por la avenida, regresando a ver de cuando en
cuando con la esperanza de hallar un taxi. En el mejor de los casos íbamos a
encontrar uno y en el peor de los escenarios, llegaríamos a pie a la casa,
aunque sea rozando las dos de la tarde. Recogimos nuestros pasos y cuando
estábamos a la altura del Kentucky Fried Chicken (4) llegó el mensaje salvador
de Cabify: en tres minutos iba a estar en el punto desde donde lanzamos nuestra
señal de auxilio. Sin pensarlo dos veces giramos y empezamos un nuevo retorno,
pues ya había perdido la cuenta de cuántas veces en esa mañana habíamos tenido
que girar y desandar para encontrar transporte. De repente, de la manera más
inusual y sorpresiva, como los grandes momentos y los encuentros inolvidables y
accidentales con el amor, apareció un taxi al que estuvimos a punto de dejar
pasar. Con mucho temor a un nuevo rechazo pero sacando fuerzas vocales de donde
ya no existían, pronuncié en voz alta las palabras mágicas: ¿está libre?
El señor giró la cabeza
hacia su derecha con una penetrante mirada, tal vez con el rostro del que no
sabe qué tipo de personas lo abordarán. Clavo sus ojos en los míos y con voz
ronca pero segura lanzó el salvavidas: “sí”. Sus palabras hallaron eco en el
corazón de mi hijo y en el mío. No perdí tiempo pues tuve la sensación de que
la afirmación del conductor se amplificó de tal modo que llegó a los oídos de los quiteños que a esas
horas vagaban cual zombis buscando un taxi. Sentí que todo ruido cesó y que si
no nos embarcábamos en esos mismos segundos una horda de vivientes muertos de
sed y cansancio correría hacia esa arca de Noé.
La puerta se cerró y
arrancamos. La emoción era tanta que no caí en cuenta sino hasta después que
dicha unidad carecía de la medida de seguridad que encontramos en las otras dos
unidades que usamos ese día. No tenía muros de plástico ni de metal ni de
ningún material. Era un taxi a la antigua, sin muros, sin divisiones, sin gel…
sin nada. La única medida de seguridad que teníamos en común con el conductor
era las mascarillas. Bueno, él empleaba guantes y una pequeña bandeja de limosna
colocada para depositar allí el dinero.
Solo nos aferramos al
silencio para procesar en medio de la ausencia vocalizada todo lo acontecido.
Diez minutos después llegamos a casa, demasiado rápido para el tiempo al que
estábamos acostumbrados. Tal vez no había muchos vehículos en circulación o es posible
que me haya quedado hundido en el análisis de sucedido, al menos hablo por mí.
No hubo charla con el señor del volante, esta vez no quise hacerlo.
En silencio bajamos y llegamos a casa. Eran más de las doce y media. Cruzamos
la puerta del departamento, vino la desinfección integral y fue Nicolás quien
rompió el silencio ante nuestra familia. Su frase fue lapidaria: no quiero
volver a salir otra vez.
La palabra de este
día es aventura.
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(1)
El tauntaun
es un animal del gélido planeta Hoth, parte del universo de La Guerra de las Galaxias. Es empleado por los rebeldes antiimperiales
como animal de montar, como lo hace el humano con un caballo.
(3)
Restaurante de comida rápida.
(4) Tiene por siglas KFC y es un
restaurante estadounidense famoso por su receta secreta para la preparación de pollos brosterizados y asados.
Muy buen relato, haces de cada uno de ellos verdaderas historias donde acercas tanto la crónica que puede ser cotidiano a una verdadera aventura en la que quien lo lee se abstrae tanto que genera risa y tensión, incertidumbre y sorpresa. Me gustan mucho tus crónicas que me es imposible detenerme un instante hasta terminar de leer.
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