CRÓNICAS DE CORONA / Días 48 a 51 de aislamiento: La cabeza que marcó mi día

Foto: Fernanda Villacís
Simplemente me senté frente a la computadora con el único fin de teletrabajar con toda la fuerza, sacando chispas al teclado de mi portátil Ultratech, la que me traje del trabajo hace 51 días, cuando salí de la oficina y recorrí mis acostumbrados 60 o 70 minutos que median hasta mi departamento, ubicado al norte de la urbe. Mientras regresaba aquel día, nunca intuí que el encierro al que me iba a someter iba a generar una cercanía tan fuerte con el aparato que llevaba en mi mochila, y mucho menos que al día siguiente iba a comenzar a cumplir extensas jornadas en la que combinaría trabajo, juegos familiares de mesa, tareas escolares y expediciones para aprovisionarse de alimentos, con la posibilidad de recuperar uno de los ejes de mi vida que había relegado en los últimos años: escribir periodísticamente.
Eran las nueve de la mañana de este 6 de mayo de 2020, día 51 de la cuarentena devenida en cincuentena, cuando frente al monitor abrí mi cuaderno de apuntes laborales y comencé a pasar revista de los pendientes que tenía que sacar este día. Tenía identificadas siete actividades, la mayoría de carácter administrativo, muy alejadas de lo que realmente me gusta realizar y para lo que estudié. Sin embargo, como aprendí que las cosas se hacen con el corazón, les he encontrado gusto, Bajo esa filosofía me aprestaba a cumplir la primera actividad de la lista ordenada según la urgencia cuando me encontré con la nueva realidad vigente desde hace ocho semanas: el cautiverio obligado siempre puede dar un giro inesperado en aparente rutina, sobre todo si se trata de sobrevivir.
Cuaderno de apuntes empleado en la oficina... disculpen la letra, es de periodista en cobertura. Foto: Carlos Villacís Nolivos

Mi hija Fer, que se había trasnochado revisando tomas y encuadres para un video que alista con el fin de lanzarlo al mundo en los próximos días, salió de su habitación gritando: “¡verdes y naranjas!”. Traté de ocultarme en mi improvisada oficina, ubicada en la habitación matrimonial del lado sur del departamento, porque presentía que por el papel asignado para mí en la jerarquía familiar iba a convertirme en el elegido para iniciar una nueva misión fuera de la cueva. “Creo que están en una camioneta”, complementó Fer. Es así cómo el día tomó un nuevo e imprevisto giro. Tomando aire me alisté, no sin antes comprobar cuánto dinero tenía en la chauchera, con la expectativa de que las compras no se salgan del presupuesto, puesto que si no tenía allí los recursos suficientes estaba destinado a dar un rodeo previo por el cajero automático antes de llegar hasta la fuente ambulante de naranjas y verdes.
Para mi suerte inicial, el destino no era el que me temía, pues contaba con seis dólares en sueltos. Armado con la fe en que no iba a producirse una especulación mayor y con la mascarilla ya tradicional de mi indumentaria salí a la búsqueda de las frutas hasta entonces prohibidas. No caminé mucho y encontré a don Juan (*), originario de la Costa, quien conversaba a gritos desde la calle con la señora del departamento 4B del bloque cuatro, que le pedía que le lleve un ciento de naranjas hasta su puerta. En medio de su conversación altisonante –no por bronca sino por la distancia- le interrumpí al vendedor de camiseta blanca y guantes plomos transparentes para inquirirle sobre la ubicación del punto de venta. “Es ese camión”, dijo mientras apuntaba con su mano derecha hacia unos diez metros más delante de él. No lo dudé más y corrí con la prontitud del que espera que aún haya algo para llevar.
Mi sorpresa fue grata. Era un camión blanco y el equipo de trabajo tenía bien distribuidas sus funciones. Mientras  don Juan promovía el producto y se encargaba de la entrega en las manos del comprador, el joven Holger montado en la parte interior del vehículo ubicaba lo que la gente buscaba, lo revisaba y le entregaba a su compañero. En la parte externa, doña Gisella se encargaba únicamente de la parte monetaria. Todos cubiertos con mascarillas, gorras y guantes. Las 25 naranjas estaban a dos dólares… un poco caras para el quiteño promedio acostumbrado al viejo arte del regateo, pero me pareció asequible mientras en mi cabeza recordaba la tragicomedia de la Bombón, que ante las cámaras de un canal de televisión, confesó sin rubor alguno cómo había subido el precio de una mano de diez bananos a un dólar cuanto antes cada unidad valía apenas diez centavos (¡plop!). La primera negociación estaba perfecta y ya saboreaba la naranjada tan imprescindible en tiempos donde lo más que se necesita es la vitamina C de los cítricos.
Ahora venía la parte fuerte para un inexperto como yo en el mundo de la negociación comercial de alimentos. Tenía la misión de llevar una cabeza entera. ¿Y si esta costaba más de lo debido? Pero peor aún: ¿cuál es el precio a partir del cual puedo saber si me están estafando o no? Y aún más, ¿y si los plátanos están malos, cómo los distingo? Mientras me dirigía de la parte trasera del vehículo hacia la puerta lateral donde se accedía al producto buscado, no me quedó más que asumir la postura típica del que es un experto en la materia aunque no tenga la menor idea de ella.
-          A ver, a ver, déjeme ver… ¿a cómo está la cabeza?
-          Tres dólares jefe- dijo Holger en un acento que delataba años luz su costeñidad.
Me dediqué a examinar la cabeza que estaba más cerca de la puerta mientras en mi mente buscaba una respuesta a las dudas existenciales planteadas, como si de ello dependiera mi paso a la siguiente etapa de la franquicia de concursos internacional Quién quiere ser millonario, retratada en la película del director británico Danny Boyle -ganadora de ocho galardones del Oscar- y protagonizada por Dev Patel.
Es así como, metido de lleno en el papel de comprador experto, puse la cara típica del quiteño que cree que le están robando como premisa inicial. Pasé nuevamente revista a los plátanos. Estaban verdes, brillosos y había bastantes de ellos repartidos de forma equilibrada a los lados de su columna vertebral. No tenía razón para dudar de que esta sería una buena compra, sobre todo considerando que tan solo quedaba un par de cabezas más. No me parecía que era una buena idea ponerme a comparar y al ver de reojo que se acercaban dos compradores más, me vi en la obligación moral de cerrar el trato. Pero, ¿a tres dólares? ¿Y cómo sé si ese es el precio adecuado? ¿Y si llego a casa y cuando vean la compra todos ponen la típica expresión de ‘otra vez te vieron la cara’, haciendo miserable mi existencia y poniendo en duda la utilidad de mis años de estudio universitarios para estos temas prácticos?
Mierda, soy el típico citadino que no duraría en el campo ni unas pocas horas y menos estaría en capacidad de salir a cazar o, por lo menos, a recolectar frutas salvajes y silvestres…
-          Es un buen precio, ok, ok, ok… no diga más, me llevo los plátanos también…
-          No se va a arrepentir –dijo Holger
En ese momento ya estaba doña Gisella a mi lado con su mano extendida y le entregué los cinco dólares. El trato estaba cerrado, no había marcha atrás, llegó la hora de la verdad.
Emprendí la cuadra de regreso cargando en la una mano la funda con las 25 naranjas y al mismo tiempo, haciendo piruetas con las dos manos, la cabeza de plátanos. No me animé a poner el banano en el hombro, como se ve en las fotografías que retratan a los trabajadores de este sector económico. Aligerando el paso para que nadie se dé cuenta del esfuerzo que hacía y con la mirada mental puesta en la puerta de la casa avancé casi sin respirar, sabiendo de hecho que casi no tenía aire. Dos minutos eternos después llegué al piso de abajo del departamento, timbré y subí hasta  la puerta en donde la Aduana de mi hija se instaló para proceder con el largo proceso de desinfección. Este demoró como unos cinco minutos, los mismos que necesité para que el aire fluya con normalidad por mi cuerpo. Pasé las decenas de plátanos con un paño bañado en alcohol antes de entregarlo cual trofeo al gran jurado que calificaría de uno a cinco la validez de la transacción. La intranquilidad asolaba mi corazón hasta que escuché los veredictos interiores que se concretaron tras las preguntas dirigidas cual saetas disimuladas hasta mí. Todo esto pasó mientras me quitaba el calzado y depositaba algunos de mis objetos –lentes, chauchera y celular- en la charola de la desinfección.
-          Miren, está bonito…
-          Por fin, para los majados y los patacones…
-          Buena la cabeza…
-          ¿Y cuánto te costó?
La pregunta definitoria llegó, tan fresca como el cuestionario que hace una madre para que su hijo o hija confiese lo que ella ya sabe, lo que siempre supo. ¿Cuánto te costó?
Con la respiración recién recuperada y acudiendo a la estrategia del que finge estar concentrado en otra cosa aunque sabe que cualquier palabra que diga será usada en su contra, atiné a susurrar la cifra que podía conducirme a la inmortalidad en el cielo o en el infierno.
-       Tres dólares- atiné a decir, tragando saliva, conteniendo levemente el extrañado aire y preparando, por si acaso, el brazo izquierdo para esquivar cualquier objeto volador no identificado.
No podía creerlo, todos hablaron favorablemente de la compra. Lo mínimo que escuché es que el precio fue bueno, considerando que la época de la especulación está vigente y que muchos habían caído, según relatan, en la desgracia de haber pagado un precio mayor por cabezas más pequeñas.
Me sentí afortunado por ser recibido entre las loas de los que han cruzado la puerta de la gloria por la compra perfecta. Pero inmediatamente pensé que el mérito, para nada, era mío, porque en el fondo solo reafirmé que soy un urbano al que le falta mucho recorrido para dominar las artes mayores de las compras culinarias y las exquisiteces alimentarias. El premio y el reconocimiento son para don Juan, para el joven Holger y para doña Gisella, que viajaron desde muy lejos para vender sus productos en una ciudad que tal vez aún no sabe si despertar al contagio o mantenerse quieta hasta que el monstruo del covid-19 pase. Es la gente del campo la que nos permite seguir comiendo todos los días y ante la que debemos sacarnos el sombrero o la gorra.
La palabra de este día es comunidad.
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(*) Nombres ficticios.

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