CRÓNICA DE CORONA / Día dos de aislamiento: El operativo de fumigación empieza en casa
Todo empezó con una
frase lapidaria de mi suegra: “Se acabó la cebolla blanca”. Bastaron estas cinco
palabras y se desencadenó una serie de acciones de imprevisibles consecuencias,
sobre todo porque no estaban planificadas. Apenas 24 horas antes parecía estar
todo bajo control tras pasar revista al listado de provisiones: “Arroz: a full; fideos: completos; azúcar: a tope…”.
Todo iba bien hasta que de golpe empezaron a flaquear las cuentas en la mañana
de este 18 de marzo de 2020: “Tomates: quedan pocos; coliflor y lechuga: chuta,
nos olvidamos de comprar; huevos: topando fondo; cebolla paiteña: solo dos;
cebolla blanca… ¡no hay cebolla blanca!”… y empezó todo.
De repente la idea de
salir a buscar provisiones se presentó en la mente de todos los siete miembros
de la familia recluidos. No sé por qué es obvio, pero me tocó asumir la misión.
Mientras el cómo iba tomando forma, pensé que tal vez se podía solicitar los
productos faltantes a una de las cadenas de supermercados que ofrecen sus
servicios a domicilio. Esto, sobre todo, porque mi esposa Alex era la que mayor
oposición presentaba a la idea de salir a buscar provisiones. En su cabeza parecía
que surtieron efecto las cientos de horas de películas relacionadas con el fin
del mundo, la sociedad posapocalíptica o ataques de plagas y virus, filmes
puestos de moda por las circunstancias y en lo que lo más arriesgado es la
aventura de buscar comida y agua. Lo que ayudó a cambiar su opinión era lo
costoso que podía ser adquirir compras en esos lugares. El día de ayer circuló
en redes unas fotos de un combo de productos vegetales que costaba más de
cuatro dólares, un precio exagerado para lo que contenía: un par de cebollas
paiteñas, otro de tomates y uno más de pimiento. Eso en una tienda de barrio o
en un mercado no costaba ni un dólar junto todo.
Luego de unos minutos
de intercambio de opiniones, y aunque con mucha incredulidad de por medio, mi
compañera de vida se dio cuenta de que no había otra opción. Por último, tal
vez no era hoy el día y podíamos aguantarnos un poco de tiempo sin los insumos
faltantes, pero tarde o temprano, mañana o el viernes, iba a llegar la hora de
cruzar el umbral de la puerta hacia el mundo declarado hostil a la vida humana.
Enseguida vino la
instrucción de mi hija Fer, quien luego de realizar una introducción a lo que
nos esperaba afuera y explicarnos el procedimiento de descontaminación al que
nos deberíamos someter al regreso, nos dio su aprobación final. Mi cuñado Lewis
fue el seleccionado para acompañarme, pero antes de iniciar la misión, debía
hacer otra, pero yo solo. Uno de los productos faltantes y sobre el que nadie
puso reparo fue el de las mascarillas. ¿Podríamos salir al mundo contaminado
sin ese implemento sencillo? Además, tenía que ir también al cajero automático
a sacar los últimos dólares que tenía en mi cuenta de ahorros. Ese dinero tenía
otro fin, pero ahora era el único pasaporte a la obtención de las provisiones.
Esta fue mi primera misión. Me enfundé en la chompa, tenía que salir… y lo
hice.
Afuera, en medio de
las calles prácticamente vacías, con abundantes palomas en el parque, sin niños
o jóvenes jugando, y con un calor abrazador, el ambiente parecía demasiado
tranquilo, como si fuera un clásico primero de enero. Ya en la calle me
encontré con locales de expendio (tiendas y verduras) y farmacias abiertas. De
hecho, la farmacia de la esquina fue mi primera parada y hacia allí me dirigí
caminando de forma acelerada, pues estaba un poco avergonzado, ya que de las
pocas personas que circulaban por allí, yo era el único subversivo que
desafiaba a la salud pública al no emplear ninguna protección en el rostro. Sin
embargo, comencé a tragar más saliva de lo acostumbrado cuando la vendedora
escondida tras el mostrador y con su rostro oculto en una enorme mascarilla, me
dio la mala noticia de que se habían terminado. Pero, como suele pasar en
circunstancias similares, el tráfico subterráneo se manifestó para ayudar al
necesitado ciudadano.
-
Yo: Chuta, ¿y no sabe dónde podría
conseguir unas pocas mascarillas?
-
Vendedora: A ver… déjeme ver… hay una
señora que las vende como a unas cinco cuadras de aquí… déjeme ver si está…
Con total seguridad, marcó
un número desde su celular y una voz al otro lado de la llamada le dio una
instrucción de la que luego se arrepintió. Colgó inmediatamente y me dio la
mala noticia: “Hoy no trabaja, pero mañana podríamos intentarlo de nuevo”.
Ni modo, el otro par
de farmacias que estaban en las dos cuadras siguientes tampoco tenían el producto
anhelado, hasta que alguien me sopló que en la papelería había mascarillas. No
lo dudé y corrí hasta ese sitio. Don Telmo asintió con la cabeza y mientras me
contaba que le llegaron esta mañana me vendió siete mascarillas, cada una a 70
centavos. Casi cinco dólares y era mi primera compra.
Luego de colocarme la
mascarilla y recordar por qué las odio -pues no solo que me dificulta respirar
sino que hace que mis lentes se empañen todo el tiempo-, procedí a realizar las
primeras compras, previa visita al cajero automático. En la carnicería compré
cubetas de huevos y en el minimercado al que en casa bautizamos como “La
Bodeguita”, adquirí una arroba de harina, con la que se dará forma a los
deliciosos pasteles y las rosquillas que luego tomaremos con café pasado,
cortesía de la fabulosa mano de mi suegra. De yapa, compré pan.
Regresé a casa.
Entregué los productos en la puerta a mi hija quien estaba debidamente equipada
con el chisguete de alcohol desinfectante. Nunca he tenido tanto alcohol en
casa, ni en Navidad o Fin de Año. Inmediatamente salió mi cuñado portando el
cochecito del gas, pues nuestro destino ahora estaba en el mercado del barrio
de al lado y esperábamos traer de allí papas y otros productos. Emprendimos entonces
la aventura hacia tierras conocidas pero ahora desoladas.
La calle principal del sector donde vivo, al norte de Quito, a las once de la mañana de este miércoles 18 de marzo de 2020. Foto: Carlos Villacís
Caminamos por diez
cuadras y conté siete vehículos en todo el trayecto: tres taxis, un patrullero y
tres particulares. Tal vez unas diez o 15 personas máximo en las vías. Todo era
extraño: un restaurante pequeño en cuya puerta el letrero anunciaba que los
almuerzos se servían “solo para llevar”, un sitio de expendio de pollos asados
con una sola persona comiendo mientras en las otras mesas solo se veían sillas ‘patas
arriba’. Eran las once de la mañana de un miércoles, día laborable con cielo
despejado y sol brillante… pero que contrastaban con una ciudad en donde lo más
visible era el cemento y el aire con menos contaminación de lo habitual.
El mercado estaba
semivacío, apenas unos pocos puestos atendían, con algunas provisiones y muchos
deseos de especular. Por ejemplo, el atado (guango) de cebolla blanca, el
producto detonante de esta odisea, costaba 1,25 dólares en dos de las tres
únicas locaciones de verduras y legumbres disponibles. En la tercera, atendida
por una anciana, conseguimos el producto preciado por un dólar. Luego las papas
y los demás productos. Quince minutos después cumplimos el objetivo e iniciamos
el regreso al hogar, en medio del calor y de las calles casi desiertas.
Antes de pasar el
umbral de la puerta de mi hogar, en un segundo piso de un edificio de
departamentos, empezó el operativo de desinfección a mi cuñado y a mí.
Entregamos en la puerta los productos y el coche a mi enmascarado hijo. Primero
fue el turno de Lewis y luego el mío: despojarnos de los zapatos, recibir
alcohol en las manos, ponernos pantuflas, cruzar el umbral, dirigirse casi sin
respirar hacia el lavabo para iniciar el rito más repetido por la humanidad en
las últimas semanas, el frotamiento de manos con agua y jabón. El operativo fue
un éxito, teníamos las provisiones completas y estábamos desinfectados,
volvíamos se ser parte de la familia y, lo más importante, podíamos olvidarnos
de visitar el mundo real durante algunos días.
Este segundo día me
hizo recordar que además de vencer el miedo es imperativo confiar. Es aquí
donde hay un problema grande en nuestras sociedades. Los gobiernos nos han
engañado tanto desde que tenemos memoria que nos es difícil conocer si lo que
dicen es cierto o hay un cálculo detrás, aún en casos de emergencia como estos.
Tal vez por eso las teorías conspirativas no son indiferentes para muchos,
porque si algo han demostrado los políticos es que no tienen palabra.
Otro ejemplo, el
cerco mediático de octubre de 2019 en
Ecuador o el papel jugado por estos en Chile, Colombia o Bolivia, puso en el tapete
de la discusión la credibilidad de algunos medios y su papel sumiso a los
poderes establecidos. Por otro lado, en estos días, la especulación de precios
incluso de supermercados y firmas nacionales en cuanto a productos de primera
necesidad, hacen que la fe en la credibilidad de las instituciones tambalee.
Esta cepa de
coronavirus ha hecho que el tema de la confianza se vuelva crucial. Debemos
confiar en que nuestros cercanos asuman con responsabilidad el momento y
cooperen en casa y se mantengan desinfectados. Es imperativo confiar en que los
vecinos y los amigos van a hacer todo lo posible por evitar poner en riesgo su
salud y la de todos, así como quiero que ellos confíen en que haremos lo mismo.
Urge recuperar la confianza en las instituciones como el Gobierno, los medios y
las empresas, pero es más importante que estas cambien y se den cuenta que una
de sus misiones principales en estos tiempos y en los que vengan debe ser
recuperar la credibilidad de la gente, antes que seguir encerrados en sus
mundos de ficción donde creen que todo lo que hagan está bien porque los
beneficia. La confianza, esa es la segunda palabra clave de este aislamiento.
El relato de la vivencia cotidiana retrata perfectamente la relación entre el ser humano concreto y un entorno que, en ocasiones, puede parecer absolutamente "inconcreto".
ResponderEliminarEs necesario 'descender' al día a día de los vecinos para entender qué pasa e intentar saber cómo encontrar soluciones a sus problemas concretos.
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