CRÓNICAS DE CORONA / Días 24 y 25 en aislamiento: La cuaresma terminó, la cuarentena sigue…


Artesanía de cucurucho. Foto: Carlos Villacís Nolivos.
Siempre me causaron miedo. Probablemente esto pasa porque en mi inconsciente tengo la impresión de que en alguna vida pasada fui uno de ellos, de esos que recorrían descalzos por las calles de Quito proyectando con orgullo la imagen de la fe impuesta y a la que todo mundo le tiene miedo, porque como dicen por ahí, es preferible que te tengan miedo a que simplemente te respeten. Siento que conozco al monstruo por dentro. Me imagino, preparándome desde varias semanas antes de la procesión, limpiando mi alma a través del latigueo de mi cuerpo, solo con el fin de estar listo para presentarme ante Dios camuflado como un santo.
Va un golpe y siento el ardor de mi espalda confrontada con las cavernas que esconden secretos y pecados sabrosos que mi alma ha atesorado por mis devaneos en la franciscana ciudad edificada a los pies de una gigantesca montaña. Va un segundo rasgamiento y siento que la lujuria me quiere poseer y retomar el control de mis sueños húmedos, tal y como lo ha venido haciendo durante los 365 días anteriores, llenando mi pensamiento de curvas que claman ser moldeadas por mis manos y… ¡auch! Va el tercer latigueo y esas exóticas mujeres se esfumaron, creo que se fueron en esa gota de sangre que se desliza sin rubor por mi confundida espalda, para luego dar el salto hacia la eternidad y luego terminar confinada como parte del suelo que sirve a mis pies.
Ahora, en medio del dolor que me hace temblar por unos instantes veo una luz blanca que me va poseyendo, lentamente, repartiendo un calor sublime que desciende desde mi coronilla hasta los pies. Una lágrima acude presurosa a la cita recién alumbrada y el olor a santidad gana la batalla. La lujuria se ha ido, pero siento de repente que necesito otro golpe más, uno solo, un único y final, uno letal, uno que me deje listo para ir este viernes al encuentro de un Creador que sonríe al ver como deseamos trascender y abandonar este maldito cuerpo.
Y va… Zas, ¡oh mi Dios… oh mi Dios… oh mi Dios! Un instante de rebeldía se presenta de improviso y me arranca una sonrisa tenebrosa, mi carne se resiste y regresa con fuerza, blasfemando en mi interior como Pablo: “Maldito cuerpo de muerte”… pero es mi cuerpo, es mi piel que pide a gritos saciarse con sexo, con alcohol, con caricias prestadas, sin pudor, jajajajajajaja, sin ningún pu-dor, pu-dor, pu-dor... jajajajajajaja…
La luz sigue allí y pese al momento de debilidad, no la quiero dejar. La lucha está presente y en ese momento se decide el futuro de mi alma, no dejaré que me arrebaten el placer de vencer al pecado y aplastar a la serpiente… nooooooo… jajajajaja… nooooooooo… jajajajajaja…
Unos instantes más y encuentro un resquicio de lucidez y mi mano derecha deja caer un nuevo latigazo en el lado izquierdo de mi cintura, vejando por las cinco púas ya manchadas de rojo y que se desprenden en su extremo… Mis ojos siguen cerrados mientras dejan escapar algunas lágrimas que no me engañan, no son el resultado del dolor sino de la dicha de ser un valiente, un héroe de la fe que ha vencido al cuerpo y que orgulloso saldrá a exponerlo ante la sociedad quiteña. “¡Soy un santo, he triunfado, he ganado la buena batalla de la fe, me escuchaste Pabloooo, he ganado la buena batalla de la fe, jajajaja…!”.
Me desperté tirado en el suelo de mi habitación, con la ventana abierta dejando entrever que la mañana ya había irrumpido sin pedir permiso. Sentí de nuevo mi carnalidad traducida en dolor y en ardor. Poco a poco voy recobrando mis sentidos mientras caigo en cuenta que esa maravillosa luz se había ido y no quedaba ni rastro de la felicidad que por un momento creí alcanzar. Es viernes y en una hora debo ir a la iglesia para juntarme a los otros dos mil héroes de la fe. Me pondrán esa hermosa túnica morada y tendré poder, ¿acaso alguien podrá cuestionar mi autoridad en asuntos de fe? Bajo al infierno de las pasiones y los pecados durante 51 semanas y entro al paraíso por medio del dolor en los siete días restantes. ¿Alguien podrá contradecirme, carajo?
Pero antes, debo secar las heridas, poner un poco de alcohol allí y otro poco adentro del estómago. Ambos arden, pues ya llevo dos días de ayuno y abstención total. Hoy me transfiguraré y miraré con desprecio a esa caterva de mortales que se agolpan sin ningún sentido a vernos como si fuéramos solo parte de un show. Habrá cruces, mujeres llorando haciendo bien su papel de plañideras Verónicas, otros 2.000 cucuruchos, gente dispuesta a recorrer varias cuadras de rodillas… eso no es un show. “Tarea de mirones”, pensé.
Llegó la hora de la verdad. Mi túnica morada oculta muy bien mis ascetas convicciones y hace que mis perversiones parezcan solo un mal recuerdo. Solo mis verdes ojos escrutan esas almas perdidas que me ven al pasar. Me siento dueño de esa fe que aunque mata, aunque roba, aunque viola, es poderosa y es parte de mí. Soy un cucurucho y te miro fijamente mientras camino descalzo por la calle Guayaquil. Te miro y solo espero el momento de mi venganza.
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Estos días 24 y 25 de cuarentena anti covid-19 -equivalentes al 9 y 10 de abril de 2020- marcarán una diferencia respecto a los por lo menos 1.850 Viernes Santos que se han celebrado en la historia del catolicismo, puesto que será la primera vez que será celebrado en completa virtualidad.
Según la propia iglesia católico romana, la tradición de conmemorar la muerte de Jesús en una semana donde confluyen el recuerdo de otros hechos relatados en el Nuevo Testamento con el festejo de la resurrección, se fue construyendo a partir del segundo siglo después de Jesucristo (1).
Conforme pasaron los siglos, esta festividad se fue nutriendo de muchas ritualidades y personajes, entre los cuales, sin duda, sobresale el cucurucho, que debe su nombre a la forma de su máscara, un capirote de forma piramidal alargado hacia arriba y que es empleado por voluntarios que buscan su redención mediante la disciplina y el autoflagelamiento. Antes de esta adaptación del siglo XVII, la gorra de los cucuruchos era aplicada a algunos condenados por la Inquisición católica para que todo mundo se enterara de sus pecados.
La primera procesión contemporánea de un Viernes Santo en Quito se realizó el 31 de marzo de 1961. La imagen que preside el desfile es la del Cristo de madera de balsa elaborada en los años mil seiscientos y abandonada en la sacristía del convento de San Francisco, hasta que el sacerdote Francisco Fernández la encontró. Pero antes de aquella celebración, fieles a la tradición religiosa que llegó de España, en Quito también hubo cucuruchos empleados como parte de ciertas festividades. Algunos incluso son parte de alguna leyenda, como la del crimen de 1655, cometida, según dicen, por el cucurucho de San Agustín. Les dejo la cita extraída de un relato de diario La Hora (1):
En el año de 1650, justo en la calle Cucurucho, vivía un noble español de nombre Lorenzo de Moncada, quien estaba casado con la guapa quiteña María de Peñaflor y Velasco.
Ambos tenían una hija, Magdalena, una hermosa mujer por la que todos los hombres de esa época suspiraban. Don Lorenzo, potentado y buena gente, le dio trabajo como mayordomo a Jerónimo de Esparza, un hombre que había quedado en la miseria por haber apostado a los negocios.
Don Jerónimo tenía un hijo, Pedro, quien era siete años mayor que Magdalena. La historia de amor tenía que darse, pues, a la edad de 15 años, la niña se fijó en el hijo del mayordomo y ambos llegaron a ser novios.
El amorío que tenía Magdalena con Pedro muy pronto llegó a los oídos de su madre, Doña María de Peñaflor, quien por poco se desmaya al saber la noticia. Doña María le avisó del particular a su esposo, quien lo tomó como una humillación, pues no iba a permitir que su hija se fijara en un “cualquiera”.
El mayordomo y su hijo fueron despedidos de la propiedad de don Lorenzo. Pero el amorío entre Pedro y Magdalena continuó. A la chica sólo se le permitía asistir a misa, en la iglesia de San Agustín.
El enamorado Pedro, para verse con su amada, se vestía de cucurucho y se paraba junto a uno de los cuadros santos. Sus padres jamás notaron eso, pues a veces dejaban que la niña entrara sola a la iglesia.
Entretanto, en Quito corrió la noticia de que una expedición iba a viajar al Oriente. Pedro se enlistó en la misma, pues era la oportunidad para llegar a ser rico y así ganarse la voluntad de don Lorenzo.
La expedición fue un fracaso, porque murieron varias personas, entre ellas Pedro. Magdalena al saber la noticia le lloró mucho a su amado.
Llegó de España un mozo bien parecido, de nombre don Mateo de León. Éste se ganó la voluntad de don Lorenzo y le pidió la mano de Magdalena.
Como en esa época los matrimonios eran arreglados y las chicas obedecían ciegamente a sus padres, contra la voluntad de Magdalena la boda fue pactada.
El matrimonio debía darse el 27 de marzo de 1655, en horas de la noche. La tradición decía que las novias, un día antes de la boda, debían dar limosnas a los mendigos, porque sólo así podrían ser bendecidas en el matrimonio. Cientos de mendigos fueron a casa de Magdalena a pedirle una caridad.
Mientras Magdalena daba limosnas a los mendigos recibió una esquela de Pedro, quien le informaba que no había muerto y que deseaba verla. Pero ella le respondió con un rotundo no y mejor le informó de su matrimonio.
Un mendigo disfrazado de cucurucho llegó minutos después a la casa de Magdalena, a pedirle una caridad. Tenía la estatura de Pedro. Cuando la adolescente abrió la puerta, el cucurucho sacó un puñal y la mató.
Mientras la novia era auxiliada por sus criados, el cucurucho homicida se daba a la fuga. Al pasar frente a la iglesia de San Agustín, se le cayó la capa y la capucha que tapaba su rostro. Entonces la gente vio que se trataba de Pedro, quien todavía llevaba ensangrentado el arma homicida.
La leyenda dice que Pedro fue muerto por la población.
Más allá de las creencias –no soy católico y mi fe es muy distinta a la de esta religión- es importante reconocer que existen tradiciones centenarias que causan gran impacto en las creencias de muchas personas e incluso son parte de negocios, como los de Fabián Rodrigo Almeida (2) o Mariana Cruz (3), quienes se encargan de la elaboración de los trajes de los míticos cucuruchos.
   Imágenes del video “El último cucurucho”, de Narra Quito / Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=2l9UI0Qf3_M



     Imagen del video El último sastre, de Gamavisión / Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=hECC_poMoho


Esta cuarentena ha sido muy especial. Muchos nos hemos quedado sin la posibilidad de preparar la tradicional fanesca, otros sin la de asistir a los cultos de las Siete Palabras o de acudir a misas o procesiones, y otros, como los cucuruchos, sin la posibilidad de salir a mostrar sus trajes morados en las calles de Quito, como muestra de su penitencia. Las misas y los cultos fueron virtuales y los fieles los siguieron por redes sociales.
El mundo del covid-19 está cambiando al ser humano y en esta ocasión ha retado la propia expresión de las múltiples creencias y experiencias espirituales. ¿Alguna vez se creyó que la norma de un día religiosamente especial iba a ser el seguimiento de misas y cultos en línea, sin presencia de feligreses? ¿Tal vez los cucuruchos pensaron que iban a colgar sus trajes en el armario y no los iban a sacar?
Se viene el mundo poscovid-19, al menos esa es nuestra esperanza. Solo sé ahora que el virus ha demostrado a los grandes religiosos y a las grandes religiones, que la fe es más fuerte que los templos, que la capacidad de oración en lo privado tal vez es más potente que las grandes demostraciones, que las procesiones y los sacrificios son innecesarios para ese Dios cuyo único mensaje se resumía en una sola palabra: amor. “Misericordia quiero y no sacrificio”, dijo el Señor según cita la Biblia. El mundo del coronavirus nos está convenciendo que efectivamente es así. La palabra clave es devoción.
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(2) Video “El último cucurucho”, de Narra Quito. Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=2l9UI0Qf3_M
(3) Video El último sastre, de Gamavisión / Enlace:  https://www.youtube.com/watch?v=hECC_poMoho

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